Odio esta ciudad
Por Jesús Mendoza Zaragoza.
“Odio esta ciudad”, me decía una jovencita ante la ola de ejecutados, máxime cuando las hay de personas inocentes, como en el caso del niño Rodrigo Antonio Cortés Jimenez, de apenas 7 años, levantado y encontrado después envuelto en una bolsa de plástico en una colonia de nuestra ciudad. Las manifestaciones violentas cada día sorprenden más por su refinada crueldad y por los excesos inimaginables como es la ejecución de un niño que no tenía por qué pagar con su vida los asuntos que hubiera entre los mayores. La irracionalidad de la violencia no tiene límites y está poniendo en cuestión todo y a todos. ¿Qué hemos hecho de nuestra ciudad? ¿Qué hemos hecho del país para que tenga niveles de inseguridad tan dramáticos? Este tipo de cuestionamientos suelen surgir cuando la violencia toca en carne propia o muy de cerca. El hecho es que la violencia misma tiene que ser puesta en cuestión, reconociendo las responsabilidades que compartimos todos en su génesis y en su desarrollo. Sin este reconocimiento no puede haber solución de fondo que valga. En este sentido, los ciudadanos necesitamos hacer un severo examen de conciencia con respecto a nosotros mismo por las acciones y omisiones que han permitido que la violencia se adueñe de nuestras calles. El estilo individualista de vida ha abonado siempre a favor de los criminales y de los que abusan de las personas y de los pueblos. Cada quien reacciona sólo cuando lo tocan y los niveles de solidaridad hacia las víctimas de la violencia suelen ser ocasionales y superficiales. Y por otra parte, el miedo se ha adueñado de la conciencia de la gente que no le permite ni hablar ni actuar. Una sociedad miedosa está paralizada, abandona a las víctimas y permite que los criminales expropien sus calles. Las calles ya no son nuestras, puesto que la ley de los criminales se ha impuesto causando estelas de muerte por donde pasan. Y, ¿qué decir de las autoridades? Si, por una parte, no se puede generalizar, si podemos afirmar que nos han fallado. Nos han fallado porque les hemos dado el mandato de organizar la seguridad de todos. Y no lo han hecho por omisión y por colusión. Hay la percepción de que muchas autoridades han sacado ventajas de las actividades ilícitas del crimen organizado y han preferido sus intereses al interés público. El poder público es una vergüenza por su ineficacia y por sus complicidades. Y lo peor es que muchos de quienes detentan ese poder no se ruborizan de ello. Sentimos enojo y vergüenza de nuestros policías, de nuestros legisladores, de nuestros presidentes municipales, de nuestros gobernadores y demás porque no han hecho su tarea a favor de la sociedad y han permitido ya un número impresionante de víctimas. ¿Cuántos más deben morir para que reaccionen y cumplan con sus responsabilidades públicas?Es que el poder público está tan distraído en el ejercicio del poder a favor de todo, menos de la sociedad. En este tiempo, la clase política debiera tener vocación al martirio para ejercer responsabilidades públicas. Pero si su vocación es el poder, no podemos esperar protección de su parte. Están tan ocupados en asuntos de poder, en pelearlo, en conservarlo, en arrebatarlo, en comprarlo, en corromperlo que no se enteran de las mil formas de victimización que se están dando en una sociedad inerme como la nuestra que ya está enferma de miedo. Es de suponer que la violencia en nuestra ciudad aún no toca fondo y todavía nos hace falta ver más refinamiento de la crueldad y del sadismo. ¿Es preciso esperar a que toque fondo esta creciente violencia antes de que nos levantemos para recuperar nuestras calles? ¿Qué esperamos? ¿Que el odio a esta ciudad y a los criminales que la controlan aumente? Deberíamos avergonzarnos de nuestra apatía y de nuestros miedos.
(Periódico El Sur/14/02/2011)
lunes, 14 de febrero de 2011
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